EL MAPINGUARÍ
Mañana sería su gran día. Cuando el sol
saliera por el horizonte comenzaría su gran viaje, el mismo que habían
realizado todos sus antepasados antes que él. Tenía miedo, mucho miedo, pero no
podía manifestarlo de ninguna manera o
no podría iniciar el ansiado aunque temido viaje.
Encerrado en la choza desde hacía dos
días, sumido en las alucinaciones provocadas por el Campí,* había volado como un
águila por encima de los picos nevados
de una montaña, se había dejado llevar por las corrientes de aire y se había
lanzado en picado para atrapar a su
presa. También había recorrido las aguas pantanosas del gran río deslizándose
en el cuerpo de una anaconda, e incluso había sido devorado por esa misma
anaconda, había experimentado en su propio cuerpo la angustia de sentirse
aplastado por una fuerza superior. Había sido una mariposa de espectaculares
colores, y un cocodrilo devorador de hombres, una mantis religiosa y otros muchos
animales cuyo nombre no conocía.
Ahora,
el efecto del Campí ya había pasado. Tenía que estar sereno durante la noche y
tener la mente despejada para el día siguiente, todos sus sentidos bien despiertos para comenzar el viaje. Tenía
diecisiete años. Muchos de sus amigos ya se habían iniciado, pero no podían hablar sobre lo que habían sentido. No hacía
falta, los sentimientos se reflejaban en sus caras.
Cuando los primeros rayos de sol
comenzaron a salir, su padre y el hechicero del poblado vinieron a buscarlo. Ambos
llevaban la cara pintada de blanco, un
taparrabos y la cabeza cubierta por un gran sombrero de plumas de ave del
paraíso. Su corazón comenzó una carrera desbocada, pero nada podía hacer ya.
Todos los habitantes estaban dispuestos en
semicírculo alrededor del gran tronco donde estaban colocados los guantes de rafia en los que el día anterior
habían introducido hormigas bala, una de las especies más grandes y con la
picadura más dolorosa del mundo. Antes de meter las manos en los guantes le
untaron todo el cuerpo con un tinte negro ceremonial. No podía pensar, quería
meter las manos cuanto antes y acabar con la tortura. Agarrado de un brazo por
su padre y del otro por el hechicero introdujo
cada mano en un guante. La primera picadura no se hizo esperar, un dolor
inmenso le subió por el brazo hasta la cabeza como una bala. No podía gritar,
ni manifestar de ninguna manera el dolor que sentía. Los tres comenzaron un
pequeño baile, cuatro pasos adelante y cuatro atrás a la vez que cantaban un
mantra “eyyaya, eyyaya, eyyaya, eyyaya”.Las picaduras seguían sucediéndose y
cada vez le parecía que el dolor era mayor. Tal vez no pudiera soportarlo, los
cinco minutos se le hacían eternos, pero no podía sacar las manos de los guantes
o sería la vergüenza de su tribu, todos se reirían de él, no podría participar
en ninguna de las decisiones que se tomaran, no podría tener una esposa, y lo
peor de todo, no podría ser cazador. Los cinco minutos pasaron y pudo sacar las
manos de los guantes. No supuso ningún alivio, todo lo contrario, el dolor le
subía por los brazos en oleadas cada vez más intensas. Los dedos estaban tan
hinchados que todo parecía una masa informe, sentía cómo le latían y a la vez
un calor abrasador. El suplicio no había hecho más que empezar.
No
podía tumbarse, ni sentarse, sólo podía caminar sin rumbo fijo abandonado por
todos. El dolor no empezaría a remitir hasta el día siguiente. La cabeza le
daba vueltas y a cada momento temía que iba a desplomarse. Comenzó a perder el
contacto con la realidad, sin dejar de sentir las oleadas de dolor que parecía
que lo iban a partir en dos. Todo se mezclaba en su cabeza, los árboles, el sol,
la oscuridad. Se veía corriendo a través
de la selva persiguiendo un enorme monstruo con grandes garras en las patas, y
una boca descomunal llena de dientes como puñales situada en el centro de su
cuerpo. Estos periodos se sucedían con otros de completa lucidez en los que
sentía el dolor con toda su intensidad. Aunque generalizado en todo el cuerpo,
las manos eran brasas de carbón encendidas, palpitantes. Corrió hasta el
interior del bosque y gritó y gritó hasta que su garganta se quedó muda.
Por fin el dolor se hacía cada vez menos
intenso, soportable. Volvió al poblado y
se presentó ante su padre y el hechicero con una amplia sonrisa en la cara. Ya
era un hombre, y sobre todo, ya podía ir a cazar al Mapinguarí.
*Campí: Nombre inventado para designar una bebida con poderes alucinógenos.