Intentaba correr pero sus
piernas no le respondían. Su perseguidor no tardaría en darle
alcance. Un pitido comenzó a sonar a lo lejos acercándose poco a
poco y sacándolo de su pesadilla. Las siete. Se levantó, hizo la
cama, desayunó y a las siete y media como todos los días se fue
caminando hasta su gimnasio. No estaba lejos.
Hacía casi nueve meses
que había llegado a Queens para trabajar como profesor de español
en la St. John´s University. No le había gustado dejar a su novia
en Madrid pero no quedaba más remedio. La maldita crisis obligaba a
salir del país a muchos españoles
Entró en la sala. Sólo
había una cinta de correr libre, la que había tenido el cartel de
averiada durante al menos una semana. La gente dice que hacía cosas
raras, le había dicho el monitor.
Se
subió y pulsó el botón de start. Primero empezó a andar y poco a
poco fue subiendo la velocidad, 7, 7.1, 7.2, hasta llegar a 7.8.
Estaba situado entre otros corredores, todos en silencio con los
auriculares puestos. Había olvidado los suyos. Oía la música de
fondo, el murmullo de las voces de los que hacían musculación y el
golpeteo de sus propios pies y los de los demás en la cinta.
De
pronto se fijó en un botón en el que no había reparado antes,
cross-country, con dibujitos de montañas y arbolitos. Lo
pulsó. Al momento la cinta empezó a acelerar. La música subió de
volumen. El ruido de las zapatillas golpeando la cinta se transformó
en un tam-tam selvático. Los puntos azules y rojos del monitor
comenzaron a parpadear al ritmo de la música. Los números y las
letras se unieron al baile sin respetar ninguna norma: 153,17.2,
SPEED, 1.5, HRC, MANUAL, TIME, 78, 203. La cinta continuaba su
ritmo vertiginoso y él no podía parar. Estaba entrando en una
nebulosa mental. No sentía sus piernas, ni sus brazos, ni su
corazón, pero sabía que seguía corriendo.
Sintió el aire frío en
la cara. Estaba corriendo por un parque. A su derecha reconoció el
Museo de Arte Metropolitano. Qué hago aquí, se preguntó sin dejar
de correr. Su cerebro ordenaba parar pero sus piernas se negaban.
Llegó a la altura de la
Fuente del Ángel. El sol acababa de ponerse y las sombras comenzaban
a hacer su aparición. Todo estaba en silencio, ni siquiera oía sus
propios pasos. No veía a nadie por los alrededores, sin embargo al
llegar al claro donde se encontraba la fuente se topó con una
violenta escena. Un hombre alto y feo discutía con una mujer rubia.
La discusión era fuerte a juzgar por los gestos que hacían ya que
él se sentía envuelto por el más absoluto vacío. Era Central
Park, por Dios, ¿es qué nadie los oía? A medida que se acercaba
la discusión iba creciendo en agresividad. Intentó gritar para
advertir su presencia pero ningún sonido salió de su boca.
En un instante, el
hombre sacó algo similar a un cuchillo y asestó varios golpes a la
mujer. Mientras ésta caía al suelo manchada de sangre, el hombre
miró a su alrededor, echó a correr y desapareció entre los
árboles. En ese momento, la mujer tirada en el suelo clavó sus
ojos en él suplicando ayuda, pero cuando llegó a su lado todo fue
inútil. Estaba muerta.
De
pronto empezaron a aparecer otras personas que se acercaban a la
mujer pero ninguna se dirigió a él. No lo veían. En vano intentó
hablar y hacerse ver. Parecía no existir para ellos.
Una
fuerza succionadora tiró de él en ese momento y volvió a la cinta
de correr. Todo seguía igual. Nadie lo miraba extrañado. Todos los
indicadores luminosos se apagaron a la vez excepto el del tiempo.
Según éste llevaba corriendo 16 minutos, sin embargo a él le había
parecido una eternidad.
Mientras se duchaba
pensaba en el episodio que no sabía cómo calificar. Lo mejor sería
olvidarlo con la ayuda de un Valium que siempre llevaba en la
cartera. Sus alumnos eran difíciles.
Una
pequeñísima mancha roja en el puño de su sudadera pasó
desapercibida cuando guardaba las cosas en la bolsa.
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