El despertador suena a las 7:00 de la
mañana. Horacio le da un manotazo y se
da la vuelta en la cama. Hoy no voy a trabajar, piensa, y se vuelve a dormir.
El sol entra a
raudales por la ventana cuando se despierta de nuevo. Se despereza y permanece
en la cama diez minutos más, quince, veinte. Por fin se levanta y se dirige al
baño, el espejo le devuelve una imagen que no le gusta. Las ojeras le llegan a
la mitad de la cara, una cara pálida y demacrada, con arrugas profundas. Parece
un cadáver. En la ducha, deja que el agua corra sobre su cuerpo durante un rato
que otros días no se puede permitir. Se toma un café solo con un cruasán y baja
al garaje. Sale con el coche sin rumbo fijo pero se acuerda de la reserva
natural que hay cerca de la ciudad que todavía no conoce y se dirige hacia
allí. Aparca el coche a la entrada, aunque no hay demasiado espacio está vacío.
Desde donde está se ve la laguna y un estrecho sendero que discurre entre los
juncos y el carrizo. Hay algo a lo lejos que no distingue bien, el sol lo
deslumbra y ha olvidado las gafas de sol. Comienza a caminar despacio,
disfrutando del paseo. El zumbido de los insectos y el canto de los grillos es
lo único que altera el silencio. Diversos olores que no sabe identificar le
llegan a la nariz, olores a flores, a campo. Inspira profundamente y suelta el
aire muy despacio. Está solo. La extraña construcción que veía a lo lejos se va
acercando, ¿será una caseta para observar las aves? Tiene forma de huevo, piensa. Desde luego no es normal, parece un
huevo de codorniz gigantesco. La curiosidad le hace acelerar el paso y a medida
que se acerca se convence más de que efectivamente es un huevo. Así debían de ser
los huevos de dinosaurio, se dice. El huevo está situado en medio del
camino, un poco hundido en la tierra, tendría que rodearlo para continuar pero
la vegetación es espesa a su alrededor. Hay cardos más altos que él. Tal vez
pueda moverlo. Se acerca a él, lo toca, tiene el mismo tacto que un huevo de
codorniz normal. Acerca el oído para ver si escucha algún ruido en el interior.
Nada. Extiende los brazos y se pega a él intentando abarcarlo, pero es
imposible, es como dos veces su altura y
sus brazos extendidos no alcanzan la mitad de su diámetro. Lo empuja fuerte
para ver si puede moverlo. Nada. Una fuerza succionadora lo atrae de pronto
contra la cáscara. El corazón le da un vuelco. Intenta separarse de él pero es
imposible, está como pegado, adherido a él, abierto de brazos y piernas
mientras los segundos pasan. Qué situación más ridícula, piensa, si no fuera
tan dramática me resultaría divertida. Ya se imagina el titular de los
periódicos:” un hombre de 50 años muere absorbido por un huevo de codorniz
gigante”. Antes de que el terror se apodere de él una descarga eléctrica
recorre su cuerpo que sale disparado hacia atrás varios metros. El aire huele a
ozono. Tumbado en el suelo sin poder reaccionar observa como el huevo empieza a
resquebrajarse, se abre y una sustancia gelatinosa cae como una cascada sobre
él. Se ahoga. No puede respirar. Intenta levantarse pero resbala una y otra
vez. No puede darse la vuelta y patalea como una cucaracha panza arriba. El
pánico se apodera de él, ¡va a morir ahogado por un huevo! En el último
momento, apenas sin fuerzas, logra clavar una bota en la tierra, darse la
vuelta y salir boqueando de la clara del huevo. Por cierto, ahora que lo
piensa, no ha visto la yema. El silencio se rompe por un ruido atronador que hace
temblar la tierra. Horacio, impregnado por la viscosidad del huevo huye
despavorido hacia su coche sin mirar atrás.
El despertador suena
a las 7:00 de la mañana. Horacio se levanta como un resorte, sin pereza, lleno
de vitalidad y con una erección de campeonato. Hoy si va a trabajar, no quiere
más paseos por la naturaleza como el de ayer. Se mira en el espejo y no se
reconoce. ¡Increíble! , piensa sonriendo.