GUSANOS
Ya sé cómo deshacernos de ellos, le dije a
mi hijo cuando llegó del colegio.
-Cómo.
-Lo mejor es darles una muerte rápida para
que no sufran. He pensado en bajarlos a la calle y aplastarlos con una piedra,
¿te parece bien?
-Sí mamá, es lo mejor. Aunque me da pena,
tenemos demasiados y no damos abasto para
darles de comer, comen una bestialidad.
A la hora de la verdad, decidimos darles
otra oportunidad de sobrevivir y dejarlos debajo de una morera, tal vez
pudieran subir por el tronco y alcanzar las hojas. Pero cuando al cabo de un
par de horas volvimos a echarles un vistazo, contemplamos horrorizados cómo, indefensos,
eran atacados y devorados vivos por una multitud de hormigas. Entonces utilizamos
la piedra.
Aquella noche no utilizamos la piedra.
Utilizamos algo más sofisticado.
Éramos jóvenes, independientes, cobrábamos
un buen sueldo y vivíamos en un chalet alquilado en el norte de una isla
maravillosa. En los días despejados, por la ventana de la cocina veíamos el
Teide a lo lejos, majestuoso, y por la del salón la misteriosa isla de la
Gomera.
-¿Alguna vez has probado la maría?, dijo
Elena.
-Pues no, sólo he fumado chocolate en el
instituto, pero no me gustó demasiado.
-La maría es diferente, sólo te da por reír
sin parar. ¿Te gustaría probarla? Estamos en casa, no hay ningún problema. Ya
verás qué risas nos echamos.
En aquella época yo estaba ávida de
experiencias nuevas de todo tipo y, sobre todo, estaba abducida por mi amiga
Elena. De las dos, yo era la más guapa pero ella era todo lo demás: más
simpática, más abierta, más desinhibida, más dulce, más sociable, más sensual,
más atrevida, hacía nudismo y tenía unas tetas preciosas. Lo único que teníamos
en común era una cosa: a las dos nos habían dejado nuestras parejas de muy
malas maneras, por eso decidimos irnos a vivir juntas.
A la tercera calada ya empecé a notar cierto
mareíllo agradable. Sentía cómo la boca se me estiraba en una sonrisa continua
sin que yo interviniera. De pronto miré a Elena y sólo vi una gran “bemba colorá”, como la de la canción de
Celia Cruz, y comencé a cantar:
“y es
que tú tienes la bemba, bemba colorá.
Colorá, colorá, colorá. Bemba colorá.”
Y las dos estallamos en unas carcajadas escandalosas,
imparables, contagiosas.
Así estuvimos no sé cuánto tiempo, hasta que Elena dijo:
-Tengo una idea, ¿por qué no bajamos a Mesa
de Mar a bañarnos?
-¿Estás loca? Son las dos de la madrugada,
dije sin parar de reír. ¡Vamos!
- ¿A que tampoco te has bañado nunca desnuda
en el mar por la noche? ¡Tengo tantas
cosas que enseñarte!
Conducía ella. La carretera era muy
empinada, en muy mal estado y con curvas muy cerradas hasta llegar a la playa,
pero conocíamos el camino, además no había tráfico.
-¿A que no sabes en que estoy pensando,
E-le-ni-ta?
-Pues no, Cha-ri-to ¿En qué estás pensando?
- En los dos gusanos asquerosos que han
dejado a dos supertías tan guays como nosotras.
- Si,
ja ja, dos gusanos con dos gusanitos entre las pier…
Oímos el golpe antes de ver nada, un golpe
sordo, fuerte y seco contra el coche
-¡Para para para! grité yo. Le hemos dado a
algo.
Seguro que es algún gusano gordo gordo, dijo
ella riendo.
A mí se me había pasado el colocón de
repente. Unos metros adelante había un bulto grande, no se veía bien. Me
acerqué corriendo mientras Elena permanecía impasible al lado del coche.
- ¡ Es un hombre, Elena, le hemos dado a un
hombre ! ¡Se mueve!
-Apártate, dijo, y subiendo de nuevo al coche
arrancó y volvió a embestirle. Ya está, un gusano menos. ¡Vámonos!
No sé cómo pudo convencerme de subirnos otra vez al coche y dejarlo allí
tirado.
Nunca supimos si había muerto o no, nunca
hubo consecuencias, nunca volvimos a hablar del tema y nunca he vuelto a fumar
maría.